Se sentía libre, incorpórea, como si con el último aliento exhalado hubiera huido su mente. Como si la blanca razón la hubiese liberado de aquel terrible trago que era respirar. Ella, aliento vital, se barbotaba por entre los ósculos de unos labios abiertos y quedos que la despedían de un cuerpo que hasta ese momento había sido el suyo.
Percibía aún los murmullos que, poco a poco, evanescentes, se iban diluyendo entre las huellas del recuerdo de sus voces, tan familiares, tan cercanos, pero tan lejos de donde ella estaba que apenas rozaban sus caricias.
Como si de un eco se tratase, la conciencia fue tomando inconsciencia de sí misma. Las voces se tornaron ondas; la luz, sólo energía, incolora, perenne… y después, el vacío. Un intenso vacío cuyo vuelo reposaba
sobre las ramas de un tronco inmóvil e inerte que, acostado sobre su cama, yacía con cuerpo de mujer.
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